domingo, 8 de enero de 2012
martes, 27 de diciembre de 2011
In memoriam: George Best, el genio en la botella
Hay futbolistas que nunca abandonan el barrio; es sólo que ese barrio se va haciendo más grande en torno a ellos.
“Creo que te he encontrado a un genio”
Así decía el telegrama con el que un  ojeador inglés, impulsado por la urgencia de saber que estaba ante algo  grande, comunicaba emocionado su nuevo hallazgo al presidente de un  insigne equipo de fútbol de la Premier League. De viaje por la capital  de Irlanda del Norte —la Belfast de los silencios culpables, las  sangrías religiosas y las bombas— el ojeador había visto jugar al fútbol  a un chaval de quince años. Uno de estos adolescentes enclenques, de  piernas flacas y rodillas salientes, de caminar desgarbado y baja  estatura, que otro ojeador con menos agudeza hubiese dejado pasar  juzgando más lo anémico de la planta que lo brillante de sus maneras.  Ese mismo chaval al que el equipo local, de la división regional, había  rechazado por ser demasiado delgado y demasiado débil. Sí, aunque  parezca mentira, en el club de su barrio habían dejado escapar nada  menos que a un quinceañero George Best, el mismo que un  par de veranos después —a la edad de diecisiete— estaría jugando con  todo un Manchester United en las más altas competiciones. El ojeador  debió de sentirse después como aquel ejecutivo discográfico que un buen  día rechazó contratar a los Beatles.
Supongo  que lo habré dicho varias veces en varios artículos y aún lo diré una  infinidad de veces más, pero precisamente estos son mis jugadores  favoritos. Esto es, aquellos en cuyo fútbol se delata el poso del barro  de las calles. Aquellos que se mueven guiados por una improvisación  afilada a fuerza de esquivar latas y pedruscos. Una inspiración cuya  heterodoxia —a menudo imperfecta en la forma, pero siempre bella en el  fondo— escapa a los métodos regulados de cualquier formador de  infantiles y cadetes. Futbolistas que nunca hubiesen encajado en la  escuela del Ajax o en la Masía, porque su talento silvestre sólo les  permitía hacer rondos consigo mismos. Sus botas pueden haber pisado los  mejores estadios en las más grandes ocasiones, pero seguían  desprendiendo la polvareda de los solares, de las explanadas de tierra  con porterías hechas a base de montones de chaquetas y alguna mochila.  Jugadores que, lo quisieran o no, apestaban a miles de partidos en el  patio de atrás del arrabal, competiciones infantiles al mejor de diez  goles —que sean quince; bueno no, que sean veinte—, apuradas hasta que  la oscuridad del crepúsculo los forzaba a irse a casa, y aún así se  marchaban dándole todavía patadas al balón.
Decía Michael Jordan  que él fue lo que fue porque iba y venía del colegio botando un balón de  baloncesto. La temprana obsesión de los genios por su disciplina es  algo que sólo esos genios entienden: es como la energía oscura del  cosmos, algo que no podemos detectar pero cuyos efectos aparecen claros  ante nuestros ojos. El cerebro —y el espíritu, si queremos darle una  nota mística al asunto— del George Best niño y adolescente, como el de Garrincha o el de Maradona,  basculaba en torno a una pelota de fútbol, con apenas lugar para nada  más. Como también le ocurría a Jordan, sólo que en el baloncesto, al  menos, has de obligarte a ir a una cancha. Existe una mínima disciplina  impuesta por las circunstancias. Pero el pequeño futbolista de calle no  necesita ni siquiera ir a un espacio habilitado para jugar: golpeará  cualquier cosa con el pie, en cualquier parte. De nada servirá  castigarle “sin ir a la cancha” cuando no se porta como es debido. El  fútbol era —y en muchas partes del mundo aún lo es— el deporte de los  pobres, los inadaptados y los rebeldes. A los talentos primitivos del  fútbol el sistema no les había enseñado su don, ellos  habían aprendido  ese don por su cuenta, y así siempre sintieron que no le debían nada a  ese sistema. Y como no se lo debían, no se lo ofrecieron. ¿Cómo puede  alguien pretender disciplinar a quien lo ha aprendido todo a su manera,  yendo de callejón en callejón y de explanada en explanada, pateando  balones baratos con sus zapatillas de mercadillo, y aun así sabiéndose  mejor que los refinados productos de la alta escuela? Vivían una vida en  la que nunca termina la infancia: primero son los mejores cuando juegan  en el barrio; luego lo son en algún equipo juvenil, después en un  equipo importante y finalmente en su país o incluso en el mundo. Hasta  que la realidad caiga sobre ellos, el fútbol que emerge de sus pies les  ha llevado desde la calle a las portadas de los periódicos sin pasar por  algo similar a una escuela deportiva, ni siquiera a una escuela de la  vida.
Así era también “Georgie” Best. A los quince no jugaba en ninguna parte y a los diecisiete ya estaba en uno de los mayores equipos del mundo, desplegando sus habilidades de patio de colegio ante decenas de miles de personas cada domingo. No fue fácil. La primera vez que lo llevaron a Inglaterra se volvió a Irlanda tras dos días, incapaz de aguantar lejos de su casa. Pero el Manchester sintió que lo necesitaba, por más que él no pareciese necesitar al Manchester. Dado que tenía quince años y aún no podían atarlo con un fichaje profesional, lo contrataron como chico de los recados. Aquel mocoso irlandés de aspecto insignificante y tímida sonrisa de ardilla era algo que no podían dejar escapar; hasta su mismo apellido lo decía… Best, “el mejor”. El Manchester cuidó su nueva joya como oro en paño. Durante su primera temporada, dosificaron las apariciones de Best para adaptarle a la competición y el público empezó a enamorarse de él. No hay nada —absolutamente nada— en el fútbol como ver despuntar entre los curtidos profesionales a un chaval recién salido de la calle. No es extraño que terminase eclipsando al propio Bobby Charlton, que no es que fuese una estrella del Manchester: es que él era el Manchester. Recordemos que Charlton había sobrevivido cuando el avión en que viajaba el United se había estrellado al intentar despegar de Munich, tiempo atrás. Medio equipo había fallecido volviendo de un partido con el Estrella Roja de Belgrado; un cataclismo histórico para la escuadra roja. Habían pasado cinco años y el Manchester aún estaba lamiéndose las heridas, cuando apareció de la nada el irlandés. Pocas veces un equipo necesitó tanto la sangre nueva y George Best fue esa sangre nueva, sólo que mejor de lo que nadie podría haber esperado. Se le comparaba incluso con Stanley Matthews, el hasta entonces más eminente extremo de la historia del fútbol británico.
Y fue en el Manchester donde Best cimentó su fama y su gloria. Olvídense ustedes de las sesiones de moda de David Beckham.  George Best fue nada menos que “el quinto Beatle”, eso lo resume todo.  No lo digo yo, lo decían los ingleses, que son tan suyos para estas  cosas, así que habrá que hacerles caso. Lo cierto es que Best se  convirtió muy rápidamente en una superestrella. Su fútbol era, para el  espectador de entonces, como el bocadillo que se llevaba cada cual al  estadio: un momento de gozo garantizado, incluso en mitad del peor de  los partidos. No, no era la clase de futbolista del que uno puede  esperar que pase noventa minutos centrado en una táctica. El pequeño  Georgie seguía jugando en un solar, sólo que ahora el solar se llamaba  Old Trafford. Y su técnica seguía siendo la del solar del barrio. Sus  regates, por ejemplo, eran producto del mero engaño infantil: pocas  veces se ha visto una cintura como la de Best, capaz de tumbar a  cualquiera con un amago apenas perceptible. Había siempre algo de  dubitativo en sus movimientos, como el niño que sigue una inspiración  sin estar muy seguro de dónde va a terminar, pero a la vez con la  certeza de saber que puede conseguir hacer lo que está intentando hacer,  aunque aún no sepa de qué se trata. Era un extremo —como Garrincha—  porque la banda es el refugio natural del jugador talentoso y a la vez  anárquico, pese a que muchas veces se movía por el campo según sus  propios instintos le dictaban. Era la pesadilla para cualquier  entrenador rival, que no hubiese podido dibujar líneas suficientes en su  pizarra. Best podía entrar en el área por una banda y justo después  abandonarla en vertical —pero hacia abajo— para seguidamente dar la  vuelta y entrar en el área una segunda vez, ya de cara a puerta. Una  jugada difícil de describir por escrito, y aún más difícil de anticipar y  prevenir en el campo. También le gustaba moverse en horizontal de un  extremo al otro del terreno de juego, siguiendo una trayectoria anómala  que solía dejar perplejos a los defensas. ¿Qué clase de jugador deambula  de manera tan extraña con el balón en los pies? George Best no se  parecía a nadie. Y nadie se parece a George Best.
Y además de su fútbol estaba su  personalidad cautivadora, que lo era precisamente porque no parecía que  intentase cautivar al público, excepto —claro está— sobre el campo. Él  mismo asimiló su nuevo papel de estrella y se fue modelando en torno a  dicho papel: patillas y melenas en la mejor tradición de los últimos  sesenta, media sonrisa en la mejor tradición de siempre. Fue de estos  individuos que a base de aprender a querer el hecho inevitable de  convivir con las cámaras, terminó consiguiendo que las cámaras le  quisieran a él.
“He gastado mucho dinero en alcohol, mujeres y coches de carreras. El resto lo desperdicié”
En aquellos años del gran despertar mediático del deporte, cuando nacieron fenómenos como Pelé, Muhammad Ali, Bobby Fischer o Mark Spitz,  George Best se transformó en una cotizada figura publicitaria,  una  vedette en toda regla. Supo que el fútbol es, además de una competición,  un espectáculo. Y pisaba el césped perfectamente consciente de que la  gente esperaba ese espectáculo, sobre todo, de él. Y dio ese  espectáculo, jugando siempre con aquel despliegue de trucos propios de  pachanga callejera. Le daba igual si estaba en la final de la Copa de  Europa frente al poderoso Benfica —su mayor momento de gloria en cuanto a  palmarés— o jugando en el imposible patatal del Northampton Town, donde  fue, cómo no, el mejor sobre un campo que recordaba más bien a los  solares de su infancia. Best hizo seis goles en un solo partido mientras  el resto de jugadores se conformaban con intentar mantenerse en pie en  aquel lodazal atroz. Los demás eran profesionales: él era sólo —y  todavía— el regateador del barrio, a quien casualmente pagaban una  fortuna por jugar. Pero en un patatal se sentía como en su casa.
Detrás de la fama y de las cámaras  vinieron, claro está, las mujeres y el dinero. Ninguna de las dos cosas  es necesariamente perjudicial en grado extremo, si uno no deja que lo  sean. Pero más adelante llegarían cosas más intrínsecamente peligrosas  como el alcohol y el juego. Best, en la mejor tradición de la  superestrella británica de extracción popular, defendía su nuevo y  autodestructivo estilo de vida con atrevido sarcasmo. Los demás querían  rescatarle de él no sabía muy bien qué, porque se lo estaba pasando en  grande y se tomaba los intentos de hacerle entrar en cintura casi como  un insulto. Entre los varios negocios que abrió en aquellos años estaban  algunos clubes nocturnos… y no era la clase de empresario que no va a  probar su propio producto. Uno casi se admira cuando ve con qué  desenvoltura fomentó su imagen de golfo en lugar de intentar disimular  sus inclinaciones ante el público, algo que le ganó considerables  simpatías y también le creó no pocos quebraderos de cabeza. Como  recordaba después el entonces entrenador del Manchester: “tuvimos algunos problemas con el pequeño individuo, pero prefiero recordarlo como a un genio”.  Si la vida le ofrecía fiesta continua, Best lo aceptaba con los brazos  abiertos. Fue una de las primeras estrellas mediáticas del fútbol y  también una de las que con más ahínco exprimió las posibilidades de esta  condición. En tres palabras: cómo molaba Best.
En la distancia, al menos.
“En 1969 dejé las mujeres y la bebida. Fueron los peores veinte minutos de mi vida”
Como sucede siempre en estos casos,  resultaba difícil ver más allá del cromo. Hoy en día, la prensa  deportiva psicoanaliza diariamente a cada estrella: “Fulano está  triste”, “Mengano no ha saludado a su entrenador”, “Zutano tiene la boca  más torcida que de costumbre”. Pero en los tiempos de George Best  todavía existía una barrera mística entre la estrella y el individuo de a  pie. Las estrellas como él podían beber hasta desfallecer y jugarse  hasta las muelas de oro en un casino, que nunca caerían del cielo. La  prensa hablaba continuamente sobre sus desmanes y sus desajustes  disciplinarios, pero por entonces esa clase de asuntos eran una  interesante novedad para el público. El único problema era que también  Best era un individuo de a pie. Su madre era alcohólica y eso terminó  matándola. Él fue alcohólico y eso terminó matándolo también. Había algo  más dentro de él, algo complejo y doloroso detrás de la imagen de  atractivo sinvergüenza, y el paso de las décadas hizo caer las capas de  la cebolla ante nuestros ojos. El irresistible golfo de mirada azul  terminó convirtiéndose en el hombre pegado a una botella, incapaz de  dejar de beber aun cuando sabía que precisamente de abandonar el alcohol  dependía su vida. Seguía bromeando con su alcoholismo de manera  irresponsable incluso con un trasplante de hígado a ojos vista. ¿Qué  agujero negro había en su interior para impulsarle a autodestruirse de  esa manera? Quién sabe, ¿acaso cada uno de nosotros podría decir lo que  ocurre de verdad dentro de sí mismo? Best no fue tan feliz como  pretendió hacernos creer, y no siempre fue un individuo agradable. O  eso dijo su esposa: “cuando está borracho, George es el más deplorable, necio e ignorante pedazo de mierda que he visto jamás”.  Best nunca dejó de mostrarse insolente, e incluso insultante, en sus  declaraciones públicas. Ni siquiera puedo recordar todas las referencias  sarcásticas que le hizo a Paul Gascoigne, conocido también por sus graves problemas de alcoholismo (“Gascoigne no me llega ni a la suela de la botella”).  A menudo despreció a posteriores estrellas del Manchester con  comentarios irónicos en los que todos estaban siempre por debajo de él.  Aún peor, llegó a ser detenido por asuntos más bien espinosos de  violencia conyugal, o asalto a una menor, además de resistencia a la  autoridad y otros actos violentos. Pero el cabronazo, cuando abría la  boca, tenía gracia.
“Si yo hubiese nacido feo, no hubieseis oído hablar de Pelé”
Su  carrera quizá no fue lo que pudo haber sido; en parte fue culpa suya, y  en parte no. A los veintiséis años ya estaba en pleno declive. Tras  nueve años de estrellato, aguantó —o lo aguantaron— un par de temporadas  más en el Manchester. Pero sus costumbres ya le pasaban clara factura a  su juego y terminó marchándose, inevitablemente. Después comenzó un  periplo por equipos de lo más variopinto, liga estadounidense incluida,  lo cual fue poco más que una excusa para continuar con su extravagante  estilo de vida. Aquello de jugar en Estados Unidos era más bien como una  prejubilación. Los seguidores del Manchester United, y el mundo del  fútbol en general, consideraron a todos los efectos que Best estaba  oficialmente retirado, como cuando Pelé se fue a jugar con el New York  Cosmos.
Aunque, eso sí, no fue culpa suya haber  nacido en Irlanda del Norte, zona huérfana de estrellas, donde él  apareció como una rareza en mitad de la nada. Por eso tampoco fue culpa  suya que su selección nacional fuese poco más que una broma. Nunca le  vimos en un Mundial. Eso le faltó, batirse en un Campeonato del Mundo,  la épica de la gran batalla futbolística planetaria donde se forjan las  más grandes leyendas. Pero visto desde hoy, incluso eso forma parte  indispensable del aura del personaje. Su leyenda no es la de los  mundiales. Su leyenda es otra. Uno no se imagina a George Best en un  mundial. Quizá porque nunca sucedió, y quizá también porque uno no lo  concibe saliendo de otra parte que no sea una familia protestante  ferozmente unionista de la tormentosa Belfast. Tenía que ser de Belfast;  aquella combinación de nihilismo irlandés y socarronería inglesa no  podría haberse dado en un alemán, un italiano o un sudamericano. George  Best siempre se invistió con una coraza de ego para ocultar que se  estaba viniendo abajo, y aun cuando todos pudimos ver que ya sólo le  quedaban las cenizas de sí mismo, él nunca renunció a esa coraza.  Triste, sin duda, pero —para qué vamos a negarlo— fascinante al mismo  tiempo. Con todas sus facetas oscuras a cuestas, hoy el aeropuerto de  Belfast se llama como él: aeropuerto George Best. Seguimos hablando  sobre su figura y no dejaremos de hacerlo, y en el aniversario de su  muerte le dedicamos este artículo. Y todo ello por lo que era capaz de  hacer con una pelota. Podrá parecer intranscendente o superficial. Y  desde luego, podrá decirse que el amor al fútbol es irracional. El amor a  George Best también lo es. El amor, en realidad, es siempre irracional.  Por eso todavía hablamos del pequeño George. Los aficionados al fútbol  todavía vemos al futbolista, al mito, no al individuo de carne y hueso.  Esa es la razón por la que nunca hemos dejado de quererlo. Es lo que  tiene ser una leyenda.
“Yo fui quien sacó el fútbol de las páginas traseras de los periódicos y lo llevó a la primera página”
A veces —sólo a veces— tenías razón, George.
             
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sábado, 24 de diciembre de 2011
Tenemos los días contados.
Pues sin saber nada de nada. El próximo 27 de Diciembre del 2011 sale a subasta el Club Polideportivo Ejido, de dicho club servidor es accionista. Accionista que sin conocimiento de lo que ocurrirá en un futuro próximo( tan próximo como en tres días), posiblemente pierda sus acciones e ilusiones. El club en si desaparecerá y saldrà algun "engendro", "bicho" o "germen" con otro nombre. Estos 42 años de historia se van al garete, a tomar por culo directamente.Nadie se ha movido para evitar esta situación, esta debacle. Esto es, la perdida de la instituciòn màs antigua de El Ejido. Si, El Ejido es una ciudad de  83.774 ciudadanos "censados" y esta ciudad va a dejar morir nuestra representación exterior, nuestro escudo, nuestra pasión, nuestro club, ... Nadie quiere saber nada, como siempre, como ha ocurrido desde que mi padre era socio del Poli y me dijo: " Support your local team", o en castellano, "Niño, sigue al Poli, al equipo de tu pueblo." "Al que puedes ver cada 15 días en Santo Domingo." Y yo, inocente niño, hice caso de mi padre, hace ya mucho. En el que gastaba la mitad de mi paga semanal. Hasta que empece ha pagar el abono. Hoy día no me arrepiento de eso, al reves, hablo con mi padre y le digo, "gracias por guiarme, gracias por hacerme seguidor del Poli".Solo faltan tres días y van a ser los peores de mi vida.Hasta siempre CLUB POLIDEPORTIVO EJIDO.
miércoles, 21 de diciembre de 2011
sábado, 17 de diciembre de 2011
jueves, 15 de diciembre de 2011
Júrame que no fue un sueño
Ésta es la crónica de un triunfo que de tan anhelado parecía imposible.  Es la crónica de cómo la ilusión y la entrega de un joven equipo de  fútbol formado por jugadores entusiastas y sin complejos logró por fin,  en junio de 2008, la tan esquiva victoria del fútbol español.
De la mano de Javier García Sánchez, uno de los autores más prestigiosos de nuestra literatura contemporánea, asistimos al relato de aquellos días en los que una nación entera vibró con la selección española de fútbol y de cómo, al alzar la copa que les convertía en campeones de Europa, se borraron por completo sombríos recuerdos de incontables derrotas y el maleficio de competiciones pasadas se transformó en una anécdota para el olvido. Júrame que no fue un sueño no sólo es un homenaje al espíritu de la selección que conquistó la Eurocopa, sino también un anticipo esperanzado de éxitos futuros.
De la mano de Javier García Sánchez, uno de los autores más prestigiosos de nuestra literatura contemporánea, asistimos al relato de aquellos días en los que una nación entera vibró con la selección española de fútbol y de cómo, al alzar la copa que les convertía en campeones de Europa, se borraron por completo sombríos recuerdos de incontables derrotas y el maleficio de competiciones pasadas se transformó en una anécdota para el olvido. Júrame que no fue un sueño no sólo es un homenaje al espíritu de la selección que conquistó la Eurocopa, sino también un anticipo esperanzado de éxitos futuros.
viernes, 18 de noviembre de 2011
La Gloria al Rojo Vivo
La gloria al rojo vivo. Diario de una proeza. El relato del mes más mágico de la historia del fútbol español. Un mes repleto de ilusiones, esperanzas y temores, ansiedad y lucha, que culminó en un partido único, memorable, en un auténtico momento de gloria colectiva. Con una prosa vibrante y bella, Manuel Juliá narra los acontecimientos que unieron a todo un país en torno a su selección nacional.
En el libro podemos ver recortes de prensa que se publicaron durante el mundial y fotos del mismo.
miércoles, 26 de octubre de 2011
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